Volar por la sala, aterrizar en el sillón
Me dijeron que nací con una
fluidez muy mía, la de crear con la palabra. Que mi mente y corazón son
materias primas, pero ¿quién soy para decir algo grande? Si apenas solo puedo
contar mi historia…
Como sea, hoy voy a contar una
leyenda de ave fénix que nada tiene que ver con una historia romántica, por si
acaso así lo pareciera. Ocurrió una tarde cualquiera en que miraba el
atardecer. Estaba un poco perceptiva, quizás, había tomado algún trago. Era
verano, siempre verano. Y los últimos rayos de sol se escurrían por las ramas
entre árboles de copas espesas. A contraluz, se dibujaban nidos con docenas de
pájaros ansiosos que dormían temprano y despertaban puntuales al nuevo día.
Observaba y me perdía en esa maravilla tan cercana y lejana también.
Y en un instante de fascinación
ocurrió la magia. Una sensación más allá del tacto físico, fue una
transformación de lo mundano que se desparramó en la piel. Un camino que se
abrió, un salto gravitatorio hasta un suelo especial por el que camino esta
noche.
Aquí nos movemos en laderas, nos
perdemos en el bosque. No tenemos miedo a la oscuridad que cuelga de las ramas.
Ni a los ojos brillantes que alumbran en las hojas. En esta zona no existe el
fracaso, tampoco el temor. Porque en el bosque aparece el sendero y se hace
visible el camino invisible hasta el campo dorado, donde lo irreal es certero
como la intuición, la convicción sin confirmación que empuja tan fuerte, que se
convierte en una realidad profunda y retumbante en los tímpanos del corazón.
Por este camino se llega a un
círculo escondido con circunferencias de troncos y vegetación. Allí, los rayos
de la luna de a poco desaparecen kamikazes en el suelo. El último esfuerzo
derrama su brillo en nuestras miradas, en nuestro pelo que se sacude con el
viento, entre la corriente del aire y los giros del cuello. Las pupilas negras
brillan en lágrimas y la boca se estira hasta romper la piel de los labios. Los
ojos resurgen en miradas de colibrís que vuelan sin cansarse, con aleteos
infinitos que despiertan en tornados de terciopelo, dulces, tan espesos,
siempre tan altos como los imaginé.
Juli Biurrún
- la foto también.
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