Él es Luno
Este gatito es especial, como todos. No es porque sea negro
y mágico, ni dócil y compañero. Ni mucho menos porque sea hermoso.
Su historia se remonta al año 1994 cuando iba a cuarto
grado. Los que me conocen saben que siempre fui amante de los animales. Por lo
menos desde que tuve la libertad para ir sola a la plaza del barrio y
encariñarme en una tarde con un perro que anduviera solo por ahí.
Así pasaron por casa las perritas Sorpresa, Solita; llegó el
gato Abrojito y después Samantha. Ella fue mamá de Samantico, el único
sobreviviente de una cría de cinco hermanos de los que tres nacieron prematuros
y el último fue muerto después de nacer; estimamos que por aplastamiento y
asfixia de su madre que lo parió cinco horas más tarde dentro de un cajón,
mientras todos dormíamos.
Samantico fue una edición especial de felino. Todas las
mañanas me seguía cuando caminaba al colegio que quedaba a unas cuadras de
casa. Era un clásico volver para llevarlo porque tenía miedo de que se perdiera
o algún perro lo lastimara.
Su final no fue bueno. En aquella época ya cerca del 2000,
una vecina tuvo un rapto de locura y maldad que desencadenó en el
envenenamiento a varios gatos de la cuadra. Tiempo después supimos que dejaba
carne con estricnina en la entrada de su vivienda.
Samantico volvió a morir a casa. Su cuerpo estaba tieso y de
su boca salía espuma blanca. Ni siquiera alcanzó a entrar y apenas llegó hasta
el patio de adelante. Ese fue un acto de amor enorme que desestima las
creencias de que los gatos no son fieles.
Pero empecé contando que la historia de este gatito del
presente se remonta a 1994, cuando en un intervalo sin mascotas le dije a mamá
que quería un gato negro. Poco tiempo después ella llegó con una gata blanca,
muy peluda y de ojos azules. Se llamaba Petunia.
Los años pasaron hasta el 16 de abril de 2014, fecha que se
anunció durante semanas por la luna roja que iba a reinar el cielo. Aquel día mientras
la noche se empezaba a asomar llegamos a una casa por un papel pegado en una
veterinaria. El chico que vivía allí había rescatado a tres gatitos abandonados
en la calle San Martín. Uno era naranja, el otro negro y el último tricolor.
Cuando lo vimos por primera vez era muy chiquito y tenía los
pelos parados; era hiperquinético y estaba enojado. Decidimos llevarlo. Por
sobre todo era extremadamente tierno y lo más importante, nos elegimos en el
primer encuentro. Era negro como la noche y su luna de renacimiento sería de
color sangre. De ahí su nombre Luno.
Durante horas él se escondió detrás de la heladera mientras
yo rezaba porque se tranquilice. Tras varios intentos por sacarlo del
escondite, corrimos el bulto y me senté en ese hueco. Lo acurruqué en mis
brazos. Podía sentir su miedo y hacía fuerza con mi corazón para que se calme.
Minutos después tuvo su primer ronroneo. Y para mí fue mágico. Me sentí mamá,
no te rías.
Reencontrarme con esa criatura pura y repleta de
sentimientos fue reconectar con el origen. Hoy llegar a casa y verlo asomarse
por la ventana enciende el calor del hogar. Mirarlo acercarse con cara de
dormido me recuerda que todo está bien. Aceptarlo en su excitación cuando me
besa incansablemente el brazo me reafirma que está tan loco por mí como yo por
él. Descubrirlo tan dócil y amoroso con los amigos me asegura lo rodeados de
buena gente que estamos. Atajarlo cuando se está por caer del sillón enroscado
en su propio cuerpo por un estado profundo de ensoñación me despierta
protección ante la vulnerabilidad. Entender su impulso cuando salta y clava sus
uñas en mis piernas para que lo abrace ejercita la empatía de comprender que él
no quiere lastimarme y solo quiere cariño. Todo esto me resulta extremadamente
tierno.
Admirarlos en su independencia y elegancia revive el afecto
por los gatos. Asombrarse con la majestuosidad de su destreza y la luminosidad
de su velocidad revaloriza la adoración a su especie. Él es como es y aceptarlo
como tal es parte de lo que estas criaturas nos enseñan. Reflexionar sobre su
fortaleza y fragilidad, nos incita a pensar en la magia y sabiduría de la
creación.
Mientras escribo él está acá, conmigo, ronroneando sobre mis
piernas, contagiándome su ternura. Inspirando mi amor.
Gracias!
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