Miedo a las arañas

Un recuerdo del pasado más allá

Cuando era chica desarrollé una especie de fobia por las arañas. Todo empezó en las épocas de caramelos de menta con chocolate y bocaditos Marsh, creo que se llamaban así. Durante las vacaciones de la primaria era normal que me cambie el sueño por las noches sucesivas de juegos de cartas con té de manzanilla, o partidos de Ice Climber y Road Fighter en el Family Game. Siempre con el vicio por los dulces en el medio.

Muy seguido también, alquilábamos películas en el videoclub del barrio. Eran de terror, suspenso y a veces románticas. En una de esas oportunidades, elegimos el VHS de Aracnofobia y me predispuse a mirarla con la actitud más linda de quien se mete un caramelo en la boca para poner play. Sabía que se trataba de arañas y esas cosas, pero ni por ocurrente imaginé la tripa de dimensión que tendría para mí en esa mediana infancia.

Poco tiempo pasó de la historia cuando en su trama, unos hombres trasladaron desde algún lugar del Amazonas hasta Estados Unidos, un cajón con un cadáver y una araña mortal que se había colado dentro. Cuando terminó el paseo y llegaron a tierra destino, el insecto se cruzó con otra casi tan horrible como ella. Las arañitas tuvieron onda y se aparearon. Minutos más tarde, su cría se había diseminado por casi todo el pueblo. Aparecieron hasta en los zapatos y en la ducha también. Incluso hubo un perro pero resultó muerto por la mordedura esas híbridas.

Aquella noche, con la frazada ya encima para llamar al sueño, pude jurar que muchas patitas me caminaban por la espalda, la panza, el brazo y la frente. A veces la sugestión era tan grande, que para quedarme tranquila tenía que sacudir las sábanas. Cada vez que me calzaba controlaba que los zapatos estuvieran limpios. Y cuando me bañaba y el jabón bajaba por el cuerpo, abría los ojos para asegurarme de que no hubiera ningún bicho deslizándose por mi tobogán de agua.

Por esa sugestión, desarrollé una serie de paranoias cotidianas que nada tenían que ver con algún sustento verdadero. Afortunadamente con el tiempo, ese miedo creado desde una sensación imaginaria desapareció (lo que no significó que aprendiera a querer a esos octópodos tan feos).

Sucedió que un día -como si en realidad hubiera sido tan difícil-, entendí que debía tener el poder de controlar los pensamientos sin desviarme del eje y saber cómo manejar a más de 50 por el camino de ripio que me surca la cabeza. En ese proceso, primero asimilé que mis ideas no tenían ningún trauma verdadero que justificaran tal rechazo, más allá de su propia imaginación mal encausada.

Seguido aprendí que la inercia que surge de los pensamientos ordenados en todo espectro de temas, es lo que rige la voluntad como una de las fuerzas más poderosas que tienen nuestros piés. Cuando ese efecto derrame se pone en movimiento, el objetivo se hace claro y entendemos, al fin, que la araña que ponemos en frente no es de verdad.

En tercer lugar me di cuenta de que el tamaño del objeto o situación de miedo, no es equivalente al efecto que el mismo pueda causar. Su magnitud es una creación de la propia mente que imagina con creces y se vuelve débil cuando se siente una psiquis fácil de lastimar. En esa contradicción se basa la resolución del temor. Ocurre que parece tan sencilla que se vuelve invisible y se hace tan propia que se olvida, tal como dice Gustavo en su canción.

La complejidad de los miedos varía a la par de la maduración y se trasladan de objetos a sujetos y deberes, o cualquier cosa que pueda significar un click en alguno de los sentidos. Son ataduras (in)conscientes que impiden dar pasos al frente (y en esto no se incluye a los que sean producto de fobias patológicas). La búsqueda y el crecimiento que surgen de su aceptación y comprensión aparecen, creo que solamente, cuando desde adentro nos paramos contra frente, para hacer oíble la voz interna que el ruido de las inhibiciones no dejan escuchar.  

¡Hasta la próxima!
Juliana Biurrún

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