¿Qué sueña quien toma un terreno?


El problema por las ocupaciones ilegales en la región es un tema recurrente. Continuamente aparecen en los medios de comunicación noticias de nuevos grupos que se sitúan con sus familias en algún espacio desocupado de la ciudad. En torno a eso, se manifiestan especulaciones de todo tipo respecto a los por qué de las instalaciones. Las manipulaciones políticas de repente se vuelven protagonistas y los sectores se echan culpas entre sí, acusándose unos a otros de incentivarlas como parte de una campaña fomentada por la industria del clientelismo.

La realidad es que en la actualidad acceder a un terreno, incluso para alguien con un sueldo fijo, es una tarea casi imposible. Los precios son exorbitantes y los requisitos para suscribir a un crédito discriminan a quienes cobran menos de seis mil pesos, es decir, a la gran mayoría de la población joven. El costo de los alquileres es un delirio financiero que muchas veces pretende llevarse más de la mitad de la mensualidad de un trabajador con salario promedio. Entonces, si este panorama es desalentador para alguien laboralmente activo, pocas esperanzas quedan para la gente sin trabajo. Paradójicamente, es el mismo sistema quien muchas veces empuja a la toma de esta decisión drástica al encerrar a su pueblo en un círculo sin aparentes soluciones.

Pero más allá de las suposiciones y verdades que giran en torno al tema, ningún sector analiza el problema desde el costado humano que implica el tomar un terreno. Nadie habla sobre la desesperación de la persona que, en una situación límite, se siente obligada a recurrir a lo público en un intento de convertirlo en privado. 

Es un secreto a voces que dentro del universo poblacional de los ocupas, muchos son punteros políticos y su necesidad no es real. Pero también es verdad que dentro de esos sectores hay personas con necesidades ciertas, que muchas veces ni siquiera pretenden usurpar un terreno sin más, sino buscar una vía digna para comprarlo con un poco de ayuda.

Nadie se pregunta tampoco, qué sueña quien toma un terreno. Cuando uno se acerca a esos espacios, puede distinguir pequeñas parcelas que muchas veces no superan los cuatro metros por cuatro metros, una al lado de la otra, sin posibilidad de ampliación. Cuando mira a quienes están en ellas, son familias con hijos chiquitos y en camino. ¿Acaso esas personas piensan en un mañana, en tener un patio para que sus hijos puedan jugar? ¿O en ampliar su casa, hacer habitaciones nuevas para distribuirse mejor? Tristemente viven el día a día, sin proyección y sin sueños. Su condición no se lo permite y su realidad habitacional parece convertirse en el castigo de un gran karma.

            En este punto hay más de uno que puede recurrir a la típica afirmación, “que salgan a buscar trabajo, para eso yo también voy a tomar un terreno”, - cosa con la que no concuerdo - por la cantidad de factores que dejan de lado al encerrarse en esta premisa reduccionista. La realidad de muchos de quienes viven esa situación, es que no cuentan con posibilidades de movilidad social y son presas fáciles de la discriminación alimentada en el prejuicio. Tampoco conocen otra cosa y el contexto de su crianza y crecimiento fue mayoritariamente el de la escasez, por ende, pocos encuentran en sus vidas los caminos y la fortaleza para salir de esa situación. Hay excepciones, pero son las menos.

La responsabilidad macro para la solución del problema, recae sin dudas sobre el Estado, el encargado de administrar los recursos que la sociedad misma genera. Pero paradójicamente, ni siquiera el Estado ofrece garantías y posibilidades colectivas. Desde que el ex gobernador Jorge Sobisch asumió en provincia, la construcción masiva de viviendas se detuvo. Antes se hacían alrededor de 1500 por año y el problema de las tomas no era recurrente en los medios.

            La dificultad habitacional de la que hoy se habla en todos lados tiene posturas válidas desde cada punto de vista. Pero el problema es fundamentalmente humano, por la degradación de la persona y la humillación a su dignidad. Vivimos una época demasiado individualista y enfocada, quizás en demasía, en el bien propio por sobre el bien común. Tal vez sea momento de dejar de mirar sólo la choza personal y comenzar a bregar por la importancia del actuar sobre las causas, para intentar imprimirle a las consecuencias una cuota de humanidad, sin generalizar ni estigmatizar a todos por igual.

Hasta la próxima

Juliana D. Biurrún

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